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Tromba de Obsidiana

Luis Andrés Rivera Levario. Vocero de Salvemos los Cerros de Chihuahua.

Se habla poco de las zonas de sacrificio, quizá porque nombrarlas implica aceptar una verdad incómoda: hay territorios, comunidades y ecosistemas cuya conservación futura ha sido deliberadamente descartada para sostener la lógica de acumulación de capital. Son espacios donde la vida —humana y no humana— se vuelve prescindible, sustituible, negociable.

En Chihuahua estamos familiarizados con esta realidad. En la ciudad, las zonas industriales y los desarrollos urbanos avanzan bajo una lógica de ganancia inmediata, sin importar la contaminación del aire, la destrucción de áreas verdes o el bloqueo de zonas de captación de agua. Se construye así un modelo de sociedad desechable, donde el futuro se hipoteca a cambio de beneficios de corto plazo. Pero el sacrificio territorial no ocurre únicamente en las ciudades.

En las zonas rurales el proceso es igual de crudo, aunque a veces se disfrace de progreso. El Vado de Meoqui es un ejemplo doloroso. La presencia de grandes industrias, como la cervecera Heineken, y de agroindustrias basadas en monocultivos —como el de nuez— ha colocado la continuidad de las actividades tradicionales, de las poblaciones locales y de los ecosistemas, a merced de los movimientos del mercado y de los intereses del capital. Todo se subordina a una lógica extractivista que no reconoce límites ecológicos ni sociales.

Lo más grave es que este sacrificio ocurre incluso en territorios con reconocimiento ambiental internacional. El Vado de Meoqui forma parte de un sitio RAMSAR, fundamental para miles de aves migratorias. Aun así, los servicios ambientales del río San Pedro están completamente subordinados a actividades extractivas y de consumo. El río ha sido transformado en una cantina al aire libre y en un basurero, bajo una idea de “turismo” que no busca la convivencia con un ambiente sano, sino su explotación como mercancía y espacio de ganancia.

Para quienes crecimos escuchando historias del río, o lo visitamos cuando todavía era una joya de belleza escénica, olores, colores y sonidos, el deterioro resulta profundamente doloroso. El Vado de Meoqui no es solo un punto en el mapa: es un lugar de memoria colectiva, de paso vital para miles de aves cada año, y de identidad para sus habitantes.

Afortunadamente, no todo está perdido. Existe una ciudadanía que se organiza y resiste. Colectivos como Vida en el Río San Pedro han demostrado que todavía hay amor, compromiso y defensa del territorio. Sin embargo, es evidente que una gran parte de la iniciativa privada y de los gobiernos ha optado por la indiferencia: no quieren revertir el daño ni siquiera reconocer la magnitud de la crisis ambiental que vive el río.

Desde la red estatal de Salvemos los Cerros hemos escuchado a las y los habitantes de Meoqui que alzan la voz para defender su río. Estoy convencido de que la acción comunitaria y la unión ciudadana pueden recuperar parte de lo perdido y, sobre todo, defender lo que sigue vivo. El río sigue luchando. Somos las personas quienes no debemos abandonarlo.

Hoy muchas zonas de sacrificio se presentan como “verdes”, adornadas con discursos de sustentabilidad o proyectos supuestamente ambientales. Pero si esas iniciativas no apuntan a sanar el tejido socioambiental y territorial, en realidad forman parte de su destrucción. No hay maquillaje verde que oculte un modelo que sacrifica la vida.

Posdata. Mi reconocimiento y felicitación a las compañeras y compañeros de la región tolteca —del río Tula, del río Salado, de Atitalaquia, de Tequixquiac y, en general, del estado de Hidalgo— que lograron ganar una consulta pública contra un basurero “verde”. Su lucha nos recuerda que la dignidad y la organización comunitaria sí pueden frenar el despojo.