
Derecho y Razón
Erick Dour Iglesias
Soy un firme creyente en los derechos humanos. No lo digo a la ligera: me parece uno de los más grandes logros de la humanidad en el siglo XX. Constituyen el límite moral y legal para evitar que el poder —cualquiera que sea— abuse de la persona. Son una conquista civilizatoria que no puede ni debe ser ignorada.
Pero hoy, nuestra ciudad, nuestro estado y nuestro país enfrentan una realidad que duele y que, sobre todo, desespera: vivimos bajo la sombra del miedo, rodeados por la violencia, sometidos por una delincuencia que no respeta ley, ni vida, ni sociedad.
Mientras tanto, el Estado titubea. Los delincuentes avanzan y la ciudadanía se pregunta en voz alta: ¿y a nosotros quién nos defiende? Porque mientras ellos asesinan, violan, secuestran y destruyen familias enteras, pareciera que nosotros —los ciudadanos de bien— somos quienes debemos tener cuidado de no “vulnerar los derechos” de quien ya ha decidido vulnerarlo todo.
Hoy los centros de reinserción social están lejos de su nombre: se han convertido en universidades del crimen, donde los liderazgos delictivos operan con más poder que en las calles. Y en las calles, la ley está ausente. El ciudadano que trabaja, que paga impuestos, que respeta la ley, vive con miedo. Ese no puede ni debe ser el rostro de un Estado justo y de derecho.
Lo que ha ocurrido en El Salvador ha encendido el debate global. El Presidente Bukele planteó una política de mano dura, de cero tolerancia. Y sí, ha puesto en jaque a los organismos internacionales de derechos humanos. Pero también ha demostrado que la firmeza, aunque polémica, puede generar resultados cuando se rompe con la impunidad. ¿Es el camino ideal? No lo sé. ¿Es el camino que muchos ciudadanos están pidiendo a gritos? Sin duda.
La pregunta que debemos hacernos en México, y especialmente en Chihuahua, es incómoda pero necesaria: ¿tienen los mismos derechos humanos quien vive en paz y respeta la ley que quien decide quebrantarla, matar, torturar o aterrorizar a toda una comunidad?
La respuesta no es sencilla. No se trata de caer en autoritarismos, pero tampoco en ingenuidades. El Estado mexicano necesita encontrar el equilibrio: proteger los derechos humanos, pero también garantizar justicia y seguridad. No podemos seguir dejando que la impunidad se escude en principios mal entendidos.
La ciudadanía quiere vivir tranquila. No quiere venganza, quiere justicia. No quiere tortura, quiere castigo. No quiere mano dura por capricho, sino un gobierno que no tiemble ante el crimen. Porque de nada sirven los principios si no hay paz. Porque los derechos humanos se defienden mejor cuando hay Estado de derecho. Y hoy, eso está en entredicho.
No se trata de renunciar a lo que somos, sino de preguntarnos con seriedad qué estamos dispuestos a hacer para recuperar lo que hemos perdido: la tranquilidad de vivir sin miedo.