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Tromba de Obsidiana

Luis Andrés Rivera Levario. Vocero de Salvemos los Cerros de Chihuahua.

Actualmente, el planeta Tierra atraviesa lo que se ha denominado un evento de extinción masiva, comparable con aquel que acabó con los dinosaurios. Sin embargo, a diferencia de aquel fenómeno cósmico o natural, esta vez las causas son humanas. Por eso, el período geológico conocido como Holoceno ha pasado a llamarse Antropoceno, en referencia a la responsabilidad —o más bien, la irresponsabilidad— del ser humano frente a esta catástrofe planetaria.

Contrario a lo que promueve esa ecología “light” de los discursos oficiales —que reducen la crisis ambiental a la “culpa individual” por lavarse los dientes, bañarse o tener cierta dieta—, las raíces del colapso global no están en las decisiones personales, sino en los modos de producción, distribución, consumo y desecho que sostienen al capital financiero global. Ese mismo capital que concentra la riqueza en manos de una minoría que, como está documentado, genera más huella de carbono que miles de millones de personas juntas.

Se dice que este sistema “produce” bienes y servicios, pero en realidad lo que hace es transformar materia viva extraída directamente de los ciclos naturales, sin crear nada realmente útil para las necesidades básicas de la población: alimentación, salud, vivienda, educación.
Tomemos como ejemplo la madera de los bosques: su extracción se justifica por la supuesta generación de riqueza, pero en la práctica se traduce en lujos para unos cuantos y en pérdidas irreparables de cobertura forestal para todos.

La raíz de la desigualdad y del deterioro ambiental se encuentra en este modelo extractivista, basado en la dependencia fósil. En él, los bienes comunes de la naturaleza —y también el trabajo humano— son reducidos a mercancías para la acumulación inmediata de ganancias, sin contemplar las consecuencias a corto, mediano o largo plazo.
Nada parece detener la megaminería, ni el respeto a los sitios sagrados. Nada se interpone a los ductos de gas, a la expansión del petróleo, las carreteras, las cementeras o la industria automotriz.

De territorio en territorio, de cerro en cerro, de río en río, el extractivismo fósil convierte el agua, el aire, el suelo y la vida misma en zonas de sacrificio: espacios donde se entrega todo al altar del capital. A cambio, lo que queda es un tejido social enfermo, fragmentado, que refleja la misma degradación que sufre el entorno natural.
La salud de la tierra y la salud de las comunidades son una sola: ambas están siendo devoradas por el mismo modelo.

Por eso, mirar la raíz del sistema —y no solo sus síntomas— es una tarea urgente.
Solo reconociendo las bases estructurales de esta contaminación globalizada podremos imaginar una salida. En este tiempo de crisis planetaria, en el que la humanidad ha llevado al límite su propio hogar, solo la acción consciente, organizada y comprometida de los pueblos podrá abrir el camino hacia una nueva forma de habitar la Tierra.